Crónica de una muerte no anunciada.

- Se murió Carlitos.

- Noo. Posta?

- Si, se murió.

- ¿Cómo se va a morir si era inmorible?

Y sobreviene esa tristeza extraña que nace de haber pasado durante toda tu vida por la casa de Carlitos y haberlo saludado mientas él, con el pelo y el bigote teñido de negro te saludaba desde su jardín que regaba todos los días con un: "Adiós, querida" y inclinación de cabeza.

Carlitos tenia 85 años, se levantaba tempranisimo, hacía las compras, paseaba por el barrio, regaba los árboles de la puerta, barría su vereda, recolectaba hojas y las quemaba en la esquina, tenía una salú de fierro y era un entidad. El era el barrio para mí. Lo representaba. Vio crecer a mi mamá, conoció a mi abuelo (ese que se murió cuando mi mama era una pre-adolescente), me vio crecer a mi y a mis hermanos. Charlaba en la esquina con mi abuela apoyado en su escoba.

Me levantó cuando me caí de la bicicleta, me habrá retado seguramente por alguna niñería, cuando jugabamos al ring raje, la casa de Carlitos no se tocaba. Lo respetabamos.

Y la garganta se te cierra, se te estruja el pecho porque te das cuenta de que Carlitos no está más...

Carlitos estaba tirado en el piso, nadie sabe cuantos días, una vecina pasó, notó que estaban los impuestos en la puerta (imposible), palmeó (hace tiempo ya no funcionaba el timbre), y él grito desde adentro: estoy tirado en el piso.

911 para que abran la puerta. Ambulancia. Al hospital San Juan de Dios? No quiso. A Los Cedros (corresponde por Pami, es un matadero dicho sea de paso). Tenia una vena (importante) tapada. Al día siguiente murió. ¿Ya?

La vida, definitivamente, es cruel.

Carlitos, ya se nota tu ausencia.

Al menos yo la noto...